Quizá no nos damos cuenta, pero están desapareciendo bajo el paso (el peso) del tiempo, el progreso y la modernidad, uno de cuyos máximos exponentes son las grandes superficies, esas marcas que ofrecen de todo y bombardean al consumidor con metralla en forma de publicidad.
Santiago Pérez en su obrador. / MAITE BARTOLOMÉ
Y cuando estás en uno de ellos, el hilo musical marca un ritmo que te anima a comprar rápido y dejar espacio para el siguiente. Por eso, de vez en cuando, conviene pisar el freno y si nos queda cerca, entrar en una de esas pastelerías tradicionales, generalmente ligadas a una familia, para hacer una pausa y tomarnos un café, o un chocolate, con algo de dulce. Como hacían las señoras que salen en las novelas o en las películas antiguas. Un día es un día.
Es lo que hacen con frecuencia quienes pasean por la turística Plentzia y que, en lugar de unas rabas y un blanquito, se dirigen a la pastelería Plentzia, cerca de la plaza del Astillero, para picar unos bombones, un bollo, unos pastelillos, una tarta... Como los de antaño, este local es un paraíso para los golosos, y todo lo que se ofrece en sus vitrinas sale del obrador que la familia Pérez-Bueno dispone en el polígono de Saratxaga, en la vecina Gorliz, junto a la carretera de Lemoiz y Mungia.
Mejor que «hacer piras»
Allí oficia Santiago Pérez, que a sus 63 años es memoria viva de la repostería vasca. Es lo menos que se puede decir de un hombre que empezó a los 14 años en la legendaria Zuricalday de Neguri como aprendiz. «No quería estudiar y para andar haciendo piras, pensé que lo mejor sería ponerme a trabajar», explica. Santiago y Josefina abrieron su negocio en 1994 y hoy les acompañan desde hace 15 años sus hijos Ander y Julen, a quienes les corresponderá en un futuro seguir con la actividad.
Tras el servicio militar, Santiago se encargó de poner en marcha las pastelerías de Galdaretxe, y en ese camino aprendió que la repostería es el arte de la exactitud. «Todo tiene que ser exacto, en las cantidades justas. Y con género de primera calidad. Sólo usamos mantequilla, la margarina queda para algunas bases», explica. Y conocimiento, saber, como el que aplica para que sus bollos sean especiales debido a su forma rectangular, no redondeada, un almíbar que enriquece el relleno de mantequilla.
Durante estas semanas han estado volcados en la producción de turrones, pues la Navidad es uno de los momentos de más actividad. Tuestan la almendra y elaboran los masas para crear las barras de diferentes sabores: sokonusko, yema tostada, chocolate, pralinés… y con el cambio de año llega el turno de los roscos de reyes, bien con relleno (de nata, trufa o crema pastelera) o sin él.
Al pie del cañón
Santiago empieza a trabajar todos los días (salvo el lunes) a las tres de la madrugada, y no saldrá hasta las diez de la mañana. Más tarde entran al obrador sus hijos con el fin de continuar el trabajo y abastecer de género a la pastelería. En las instalaciones, el pastelero mima el género y el producto, examina con atención la masa de los hojaldres, larga y ancha como la alfombra de un pasillo (para pasmo del que no sabe), examina con ojo experto cómo va endureciéndose la masa de los turrones o enrolla los croisants a toda velocidad, como quien se ata los cordones de los zapatos. Es lo que dan casi 40 años de oficio. Esa habilidad, pero también la sensación de ser testigo de un declive imparable del gremio. «La repostería tradicional se va a pique –asegura mientras examina cómo trabajan los hornos–, no podemos competir con las grandes superficies, que hacen lo mismo en la mitad de tiempo».
–¿De verdad es lo mismo?
Por toda respuesta, Santiago López se encoge de hombros. Confiesa que todo en el negocio ha evolucionado a mejor, desde la maquinaria hasta las instalaciones, pasando por el trato hacia los empleados. «Los encargados de antaño metían mucha caña», recuerda. Y si se le pregunta por la jubilación a alguien que pronto cumplirá 50 años trabajando, el pastelero vuelve a encogerse de hombros. «Hicimos una inversión muy fuerte al poner el obrador, y aunque esto es muy duro, muy esclavo, sólo sale adelante a base de meter horas y sacrificio, estando al pie del cañón», resume.
Por esas horas, por ese saber, por esos sabores, acepten un consejo de alguien que sabe que no merece la pena darlos: un bollo, o unas pastas, y un chocolate en la pastelería de Santiago. O de los 'santiagos' que, aquí y allá, resisten los embates del tiempo y te alegran el paladar.
GAIZKA OLEAL
Fuente: El Correo
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