Al tío Eduardo, cuando cerraba la joyería, en la calle Maestra, le gustaba tomarse “un biscúter” —un botellín— de El Alcázar en una taberna próxima, que había frente al Arco San Lorenzo y que regentaba un hombre educado, prematuramente envejecido, comedido al hablar, muy pendiente de su negocio, al que sorprendentemente apodaban “El Criminal”. De modo que, sobre las nueve de la noche, cuando había bajado a pulso los persianones de la joyería en medio de un sonido metálico ensordecedor, el tío Eduardo me decía: “Vamos a tomar un biscúter”.
Estamos en 1967. La taberna estaba limpia pero olía a vinazo, el camarero se ocupaba de echar serrín de vez en cuando al suelo, como en tantos bares de todos los sitios, yo nunca supe el motivo, y me tomaba una caña de El Alcázar con sifón en la que mojaba patatas fritas, quizás de “Casa Paco”, que entonces tenía la tienda en la calle Martínez Molina. Mi tío y “El Criminal” —con su cara de buen hombre— hablaban de sus cosas, y yo aprovechaba para escuchar la radio, que estaba ubicada entre botellas de Soberano y Veterano, una radio antigua y grande, en la que a esa hora un locutor con una maravillosa voz de cobre leía anuncios, uno detrás de otro: “Cerveza El Alcázar, la cerveza de Jaén”; “Coosur, calidad que usted conoce”; “más barato, Donato”. Y a un lado del mostrador, olvidado ya, había un ejemplar de Diario JAÉN a esa hora grasiento y arrugado, con olor a vino, como si el propio periódico hubiera decidido emborracharse tras una dura jornada de trabajo bajo el Régimen del Movimiento, como en ese tiempo hacían tantos hombres antes de volver a casa hechos una calamidad; y yo pensaba en el triste destino de esos artículos, cuyos autores habían puesto lo mejor de sí el día anterior al escribirlos. Pero imaginaba que Vica o Vicente Oya habían terminado ya a esa hora el artículo del día siguiente, o estarían corrigiéndolo; un artículo que olería a urgencia y a tinta impresa en el nuevo periódico. Entonces comprendí que en eso consistía el periodismo: en empezar de nuevo cada día.
Luego daba un paseo con mi tío por un Jaén con las luces de las casas encendidas, y el tío Eduardo me hablaba de mis primos, todos menores que yo, de Antoñito, de Aurorita, de Piki, de la legión de primos en una familia de nueve hermanos, y se refería a ellos con el cariño que se tiene a un hijo, porque, efectivamente, todos éramos sus hijos, como en la obra de Arthur Miller que yo aún no había leído.
Y aquí estoy ahora, en el “Zurita-II”, saboreando la cerveza El Alcázar, buscando indicios del pasado en el paladar, como si estuviera en aquel tabernón frente al Arco San Lorenzo, como si todavía fuera 1967, y miro por la ventana a la calle y la gente va y viene quejándose del calor mientras Manu Carreño habla de la Eurocopa por la televisión. Pasan veranos por la calle.
LUIS EDUARDO SILES
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