Rosado artificialmente y engordado a pura química, el ícono gourmet de los mares sería menos saludable de lo que creíamos, y su producción, cero sustentable. ¿Quién paga la fiesta del sushi para todos?
Un cartel al costado de una ruta en el sur de Chile. Un salmón acostado sobre una camilla, cubierto con una toalla y un antifaz de spa: el cliché del relax. Un producto farmacéutico. Un eslogan ingenioso: “La fórmula de Bayer para peces sin estrés”.
Quien describe esta postal de cinismo publicitario es la periodista Soledad Barruti en Malcomidos (Editorial Planeta), libro que denuncia los estragos de la producción de alimentos. Ella estuvo en Chiloé, uno de los epicentros de la salmonicultura en el país trasandino, donde comprobó los perjuicios que esta floreciente industria provoca debajo del agua y sobre la superficie; y donde descubrió que, efectivamente, los salmones reciben tranquilizantes (entre muchos otros químicos, antibióticos y sustancias ajenas a su naturaleza) para tolerar las condiciones de hacinamiento bajo las cuales crecen, apretujados de a miles en mega-jaulas donde se los engorda lo más rápido posible en base a una dieta de laboratorio, hasta el momento de faenarlos.
Claro que el dilema va más allá de la compasión que uno podría sentir frente al sufrimiento de estas criaturas submarinas nacidas para ser devoradas. El gran problema es que las piscifactorías chilenas, cuna de casi el 100% del salmón que se consigue en la Argentina, completan todos los casilleros de lo anti-sustentable.
Manejadas por empresas transnacionales —sobre todo, noruegas que, según denuncia la autora de Malcomidos, no respetan de este lado del mundo ni la mitad de las rigurosas exigencias a las que son sometidas en sus lugares de origen—, sus detractores juran que estas fábricas sin chimenea dañan el medio ambiente, afectan la biodiversidad del océano, obtienen un producto bastante menos saludable (y gustoso) que su versión natural e imponen un régimen perverso de explotación laboral que ha deshilachado el tejido social de las comunidades donde desembarcaron, a principios de los 90, con la promesa de volverlas prósperas.
Todo esto convierte al salmón de cultivo intensivo, fabricado “en serie” y a escala masiva, en el nuevo enemigo acérrimo de los cultores de la alimentación responsable. El otro salmón, el silvestre, el que crece en libertad, el que nada contra la corriente y come aquello para lo cual está biológicamente diseñado, es prácticamente inhallable en nuestro país.
MALDITO ROLL
“Por primera vez en la historia moderna, la producción de pescado nacido y criado en granjas superó a la de la carne vacuna”, escribió el biólogo Diego Golombek en el diario La Nación el mes pasado.
Golombek resaltaba la eficiencia y el “sentido ecológico” de la acuicultura en ciertos casos, pero advertía que factorías como las de langostinos o salmones “pueden ser más complicadas en términos ambientales”.
En la raíz del desastre, sostiene Barruti, está el sushi. Mejor dicho, la sushimanía. Su consagración como objeto de culto gastronómico disparó la demanda de salmón en la última década y media a niveles que la naturaleza, con los mares saqueados por la sobreexplotación pesquera, no estaba en posición de responder. La supuesta salvación llegó entonces de la mano del desarrollo de la acuicultura, con un modelo de negocio tan rentable como turbio que un puñado de compañías nórdicas, dueñas del know how, implementaron frente a las costas chilenas con el guiño cómplice de las autoridades locales.
De pronto, un artículo premium como el salmón, tan exclusivo que solo lo degustábamos en ocasiones especiales, devino en ingrediente de consumo frecuente y relativamente ya no tan caro. Disponible todo el año y al alcance de cualquier bolsillo de clase media. Así, durante años hemos venido masticando nuestros rolls, nigiris y geishas sin culpa: cada pieza parece saciar, en un mismo bocado, nuestras urgencias de sabor, estatus y omega 3.
Pero Barruti aporta un dato que ilustra el carácter insostenible de esta actividad: para producir un kilo de salmón, se necesitan cinco de otras especies silvestres de peces, de las que se extraen el aceite y la harina que —procesados para dar forma a un alimento balanceado también compuesto por granos como maíz y trigo— calman el apetito de la hiper-populosa legión de salmones de granja, fomentando una depredación y un desequilibrio irreversibles en el ecosistema marino.
El panorama se agrava si se tiene en cuenta el doble estándar que las empresas del sector son acusadas de aplicar, encerrando en cada jaula hasta cuatro veces más ejemplares que lo permitido; utilizando químicos vedados en Europa y hasta violando los períodos de carencia que obligan, por ejemplo, a dejar de suministrarles antibióticos un mes antes de matarlos, para que lleguen al plato habiendo eliminado por completo los residuos tóxicos del organismo.
NO TODO LO QUE RELUCE ES ROSADO
Mientras tanto, en el Primer Mundo el tema sí está en la agenda del debate público. Australia y Nueva Zelanda prohibieron el salmón de criadero. En las grandes ciudades de EE.UU., los restaurantes aclaran en sus cartas la procedencia del que sirven (Alaska es allí el último refugio del salmón salvaje), y los foodies conscientes están entrenados en distinguir al natural del “prefabricado”.
En Noruega, meca de la salmonicultura, la sociedad y el Estado presionan a las empresas para que se atengan a rigurosas normas y exigencias sanitarias, incluyendo criterios elementales de trato ético hacia los animales. Que tengan, por ejemplo, un espacio razonable para nadar. Además, un consorcio de organizaciones científicas, gobiernos, corporaciones privadas y ONGs ambientalistas acaba de presentar un documento que establece los primeros estándares mundiales para la cría de salmón. Quienes respeten estos requisitos podrán exhibir el sello “ASC Certified” (producto certificado por el Consejo de Administración de la Acuicultura).
En la Argentina, en cambio, la trazabilidad de los alimentos (el seguimiento de su trayectoria desde el origen hasta el consumo) es una asignatura pendiente. “En nuestros mares del sur hay salmón salvaje pero está lejos de ser un producto masivo”, dice Barruti. “Cuando lo encontramos, nos tiramos encima: reservamos todo el stock que podemos”, cuenta Stefano Villa, gerente de Sucre, el restó de Belgrano donde el comensal puede saborear, si tiene suerte, auténtica carne de salmón salvaje. “No siempre está disponible, hay poca cantidad y es muy cara”, reconoce Villa. Y agrega: “Es más saludable y rica; menos grasosa; más firme, brillante y rojiza”.
¿Más rojiza? Sí: los carotenoides, pigmentos que el salmón libre obtiene naturalmente en su dieta y que le confieren su apariencia característica, son sustituidos en la cría artificial por colorantes que intentan emular aquel tono intenso. Aunque la copia nunca sea completamente fiel, el ardid se justifica en términos comerciales.
¿Acaso nos tentaría igual un salmón grisáceo como los que, de no mediar esta práctica, despacharían los criaderos?
LOS PRODUCTORES SE DEFIENDEN
Por supuesto, desde la industria intentan refutar cada uno de los argumentos en su contra. El consorcio SalmonChile (que reúne a las principales empresas del rubro) publica en su web www.salmonchile.cl un listado de preguntas frecuentes donde sostiene que “en términos ambientales, la salmonicultura es una de las actividades productivas más reguladas en el país”; que “ha tenido un impacto positivo sobre los indicadores sociales” en las regiones donde se lleva a cabo; que el uso de antibióticos se encuentra estrictamente regulado; que los pigmentos usados son inocuos e idénticos a los naturales; que no existe sobreexplotación pesquera y que todos los animales, no solo el salmón, “consumen más alimento del que producen”.
Lo cierto es que, pese a la previsible defensa corporativa, el salmón industrial ve amenazada su condición de superestrella gourmet. “Mejor reemplazarlo por pescados locales”, sugiere Barruti, quien también despotrica contra el atún enlatado (“debe haber pocas pescas menos sustentables que esa”). Y concluye: “Tenemos pescados deliciosos y sanos que viajan a Europa, África o incluso por nuestro propio continente mientras acá comemos un salmón de pésima calidad.
Consumir esos pescados sería recuperar un poco de nuestra soberanía alimentaria, lo que nos llevaría también a revalorar lo que tenemos y promover una pesca más cuidadosa, que garantice el recurso para las generaciones futuras”.
EL PRIMER SALMÓN TRANSGÉNICO
Tras 17 años de investigación, la firma estadounidense Aquabounty Technologies presentó el primer animal genéticamente modificado que podría aprobarse para consumo humano. Se trata de un salmón bautizado AquAdvantage y alterado en su composición biológica para crecer más rápido y alcanzar un mayor tamaño que el de sus pares silvestres. La FDA (agencia que regula el mercado de alimentos en EE.UU.) daría en las próximas semanas el visto bueno al polémico “súper salmón”, criado en cautiverio frente a las costas de Panamá y capaz de alcanzar su peso de faena en apenas 18 meses, cuando el plazo habitual es de 30 meses.
Fuente: Planeta Joy
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