España es un país de tortillas variadas y cada español tiene su discurso culinario particular, pero esta pregunta hace saltar chispas.
A todos los españoles de criterio, sean vascos, aragoneses, catalanes, gallegos o asturianos, les gusta la tortilla de patata, ese manjar que la cocina española aporta al acervo mundial del buen comer y que, pese a su aparente sencillez, es tan difícil de elaborar de forma excelente y al gusto de todas las ideologías.
El plato típico por excelencia junto a la paella de la cocina española.
España es un país de tortillas variadas y de nacionalidades diversas y cada español que se precie de serlo tiene su discurso patriótico y culinario instalado cómodamente en sus meninges, un discurso que perfila sus recuerdos y amuebla su alma. Aquí la tortilla es siempre la misma pero diferente, es de todos porque no tiene dueño, vagabundea libremente por los comedores del territorio nacional porque al venir de los lugares más dispares ha conseguido el privilegio simultáneo de ser y de no ser de ningún sitio concreto.
La tortilla de patata es una metáfora del español dandi y cosmopolita, del caballero viajado y tolerante, culto y políglota que sabe, a base de ser carpetovetónico, sentirse ciudadano del mundo. La tortilla de patata puede ser gorda o fina, jugosa o cuajada, enorme o diminuta y, sobre todo, puede llevar o no cebolla en sus entretelas, en sus mondongos.
La cebolla es el ingrediente provocador, el intríngulis de la tortilla española, lo que la convierte en una bomba y desencadena cataclismos y divide a los comensales de este país en dos grupos irreconciliables que se miran con inquina y que administran con su odio anacrónico los últimos jirones de la guerra civil, el recuelo de las dos Españas. Ante la cebolla de la tortilla no se puede ser indiferente; aquí, sí, hay que tomar partido, definirse, aportar argumentos, citar bibliografía; los ambiguos, los tibios, los que dicen a mí plin, los que aseguran que tanto les da una cosa como la otra, se convierten en seres anodinos y vacuos, en gentes sin criterio, en ese ciudadano patético que saluda desde el córner, se encoge de hombros, mira fijamente a la cámara y declara con solemnidad asnal que es apolítico porque él, mira qué cosa, no tiene memoria y no sabe, no contesta. La cebolla y las lágrimas de la cebolla son un concepto y una raya roja, una frontera hostil, la línea Maginot de la guerra interminable del fin de un mundo.
Cuando la culinaria española hace las maletas y se va por el mundo adelante para epatar a los gastrónomos de todas las naciones, se saca de la fiambrera de los milagros la paella y la tortilla de patatas, pregunta muy fina a los compañeros de aventura: "señor, ¿usted gusta?" y se desparrama generosamente por los recetarios de los otros, por los libros de cocina de los demás.
La paella representa, en el contexto de la culinaria internacional, a la España folclórica vestida de faralaes, al tópico del toreador y la tonadillera, al desgarro del cadáver insepulto de Lola Flores, al cómo me lo maravillaría yo de los hambrientos del otrora. La tortilla de patatas, en cambio, es el abanderado del asceta y del místico que nos habita, de ese hombre equilibrado y algo taciturno que come con mesura, sienta a un peregrino culto a su mesa, habla en román paladino y entiende, sin saberlo, de latines y filosofías de campanario.
La cocina española es tan plural y diversa, es una cocina con tantas cocinas dentro, que se deshilvanaría sin remedio si no estuviese de alguna manera vertebrada por la tortilla de patata.
Igual que el garum uniformizó la culinaria de Roma y señaló las fronteras del Imperio, y el ketchup, los huevos revueltos y las salchichas fritas son la urdimbre del patriotismo yanki, la tortilla de patata es el símbolo de la españolidad, el numen que nos inspira y nos mantiene unidos a gentes tan dispares, aunque sea, eso sí, malamente, a regañadientes, como Caín y Abel.
Hay mil significados ocultos en ese condumio redondo y bellísimo, en esa receta misteriosa que es prima del ruedo ibérico, pariente del sol y que tiene en sus entrañas la cizaña de la cebolla y la clave del número pi, en esa fritanga de la concordia por la que deambula ese español atormentado que canta por soleares y que muere, a veces sin saber por qué, alanceado por un feroz y asilvestrado 3,1416.
José Manuel Vilabella
Fuente: HERALDO
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