Raor, nombre que se le da en Baleares al lorito.V.R.
Se impone el esplendor de la sencillez, con la inercia y la pasión de los consumidores tradicionales o curiosos. La cocina privada guarda así la huella digital, sin atender a biblias y gurús que se adoran
¿Qué gurú o libro impuso a los insulares el ritual de comer pimiento verde crudo, rubio o blanco (perfumados) para acompañar y matizar los arroces, las sopas (secas) o marcar el inevitable pan con aceite?
¿Dónde está escrito que se deben tomar aceitunas partidas (amargas), hinojo marino o alcaparras saladas curtidas en vinagre? ¿Por qué hay pasión desmedida por el mínimo pescado raor o por la azul y osca la llampuga, capturas ignotas en el continente?
Serían y son decenas los ejemplos de posibles particularidades, singularidades, indicios de identidad culinaria parcial que marcan popularmente una senda propia, sin hoja de ruta marcada ni siquiera popularizada por ritos de consumo en la aparente modernidad.
Contra el relato predominante en cierta gastronomía de moda, la que busca estar siempre en la opinión publicada, televisada —y también publicitada, pagada—, no existe una sola cocina corriente, de raíz, particular, familiar, digamos del país, aquella que se quiere legitimar en las fuentes arqueológicas del pasado, en los ancestros nativos.
Comer es un gesto fugaz y contemporáneo, centrado en el usa de alimentos de cercanía y actualidad, con la lógica dietética y de consumo de la modernidad. Las pautas de la comida territorial no están ocultas en pergaminos ni impresos en un manual con agenda intocables. Tampoco se guardan en un libro sagrado de recetas originales, un misal canónico, contra el que no se puede pecar ni disentir.
Los platos comunes y cumbres insulares, propios, están reflejados en letras de la realidad, en el paisaje y mercado existentes, en los modos actuales que heredan e interpretan las costumbres.
Para cocinar u hornear repostería no hay que acudir a una guía fundamental, ni sumergirse en libretas de conventos o casas señoriales, que guardan la vida elitista y la comida selecta de las minorías del pasado. Aquellas clases dominantes o de clausura marcaron una moda de guisos, dulces y manjares complejos y preservaron recetarios de imitación, para grandes banquetes o personajes descolgados de los ámbitos reales.
El vigor, sabor y capacidad de sugestión del plato actual suelen interpretar con respecto las narrativas culinarias del entorno, los productos del campo y de mar. Se impone el esplendor de la sencillez, con la inercia y la pasión de los consumidores tradicionales o curiosos, locales o pasajeros, distantes o ajenos a los dictados o recetarios arcaicos o gestos de moda de obligado cumplimiento.
La gastronomía viene a ser una arquitectura sin autor, sin dogmas ni afán de trascendencia del chef sobre los comensales y, sobre todo, frente las materias trabajadas. La alimentación habitual de los semejantes surge con naturalidad de productos y ofertas de cercanías, con el estilo y los modos habituales, congruentes, sin extravagancias de color, reinventos petulantes o combinaciones contradictorias.
La mesa privada es hija de la tradición oral, de los recuerdos evocados que arman las costumbres sensoriales, los sabores y los gustos por estaciones y ciclos del calendario. El deseo y la inercia reinan en la vida doméstica, de clanes con memoria interior. Así se recuerdan o declina “hoy comería…” o “me apetece aquel plato…Es tiempo de...”
La pasión individual, privada e intransferible, indica el camino, sugiere el menú, la celebración de la rutina y la reiteración familiar cíclica de comidas y días en recuerdo de momentos o familiares idos que preparaban un menú nada especial ni hegemónico, pero fascinante en su calidad y normalidad.
Las cocinas de las comunidades, tal vez de las localidades, marcan o marcaron un trazo invisible que señalaba territorios por costumbres distintas, fijando fronteras mentales, gustos o simpatías no dictados, casi intransferibles.
La construcción de las tradiciones obedecía a la reiteración automática, a las curiosidades distintas, con situaciones, estilos e influencias particulares. Al final siempre vence la personal y suprema tentación de los consumidores, los usuarios militantes en los fogones y la mesa.
Algunos curiosos pueden espetar, fríos y sorprendidos “¿Qué comen esos insulares, tan especiales, ciertamente?”. Vísceras, verduras crudas y verduras frutas, sangre y vísceras, muchos pescados y sienten adoración por el arroz y la lechona asada. Las singularidades territoriales las fija la tradición gracias a las culturas distintas, el clima dispar y los productores a mano.
La cocina privada, comunal, no comercial, guarda así la huella digital, el ADN invisible, sin necesidad de atender a biblias y gurús que se exhiben y adoran. Una cuestión es la cultura popular de la gastronomía social y otra el negocio de egos, magos y estrellas.
¿Dónde está escrito que se deben tomar aceitunas partidas (amargas), hinojo marino o alcaparras saladas curtidas en vinagre? ¿Por qué hay pasión desmedida por el mínimo pescado raor o por la azul y osca la llampuga, capturas ignotas en el continente?
Serían y son decenas los ejemplos de posibles particularidades, singularidades, indicios de identidad culinaria parcial que marcan popularmente una senda propia, sin hoja de ruta marcada ni siquiera popularizada por ritos de consumo en la aparente modernidad.
Contra el relato predominante en cierta gastronomía de moda, la que busca estar siempre en la opinión publicada, televisada —y también publicitada, pagada—, no existe una sola cocina corriente, de raíz, particular, familiar, digamos del país, aquella que se quiere legitimar en las fuentes arqueológicas del pasado, en los ancestros nativos.
Comer es un gesto fugaz y contemporáneo, centrado en el usa de alimentos de cercanía y actualidad, con la lógica dietética y de consumo de la modernidad. Las pautas de la comida territorial no están ocultas en pergaminos ni impresos en un manual con agenda intocables. Tampoco se guardan en un libro sagrado de recetas originales, un misal canónico, contra el que no se puede pecar ni disentir.
Los platos comunes y cumbres insulares, propios, están reflejados en letras de la realidad, en el paisaje y mercado existentes, en los modos actuales que heredan e interpretan las costumbres.
Para cocinar u hornear repostería no hay que acudir a una guía fundamental, ni sumergirse en libretas de conventos o casas señoriales, que guardan la vida elitista y la comida selecta de las minorías del pasado. Aquellas clases dominantes o de clausura marcaron una moda de guisos, dulces y manjares complejos y preservaron recetarios de imitación, para grandes banquetes o personajes descolgados de los ámbitos reales.
El vigor, sabor y capacidad de sugestión del plato actual suelen interpretar con respecto las narrativas culinarias del entorno, los productos del campo y de mar. Se impone el esplendor de la sencillez, con la inercia y la pasión de los consumidores tradicionales o curiosos, locales o pasajeros, distantes o ajenos a los dictados o recetarios arcaicos o gestos de moda de obligado cumplimiento.
La gastronomía viene a ser una arquitectura sin autor, sin dogmas ni afán de trascendencia del chef sobre los comensales y, sobre todo, frente las materias trabajadas. La alimentación habitual de los semejantes surge con naturalidad de productos y ofertas de cercanías, con el estilo y los modos habituales, congruentes, sin extravagancias de color, reinventos petulantes o combinaciones contradictorias.
La mesa privada es hija de la tradición oral, de los recuerdos evocados que arman las costumbres sensoriales, los sabores y los gustos por estaciones y ciclos del calendario. El deseo y la inercia reinan en la vida doméstica, de clanes con memoria interior. Así se recuerdan o declina “hoy comería…” o “me apetece aquel plato…Es tiempo de...”
La pasión individual, privada e intransferible, indica el camino, sugiere el menú, la celebración de la rutina y la reiteración familiar cíclica de comidas y días en recuerdo de momentos o familiares idos que preparaban un menú nada especial ni hegemónico, pero fascinante en su calidad y normalidad.
Las cocinas de las comunidades, tal vez de las localidades, marcan o marcaron un trazo invisible que señalaba territorios por costumbres distintas, fijando fronteras mentales, gustos o simpatías no dictados, casi intransferibles.
La construcción de las tradiciones obedecía a la reiteración automática, a las curiosidades distintas, con situaciones, estilos e influencias particulares. Al final siempre vence la personal y suprema tentación de los consumidores, los usuarios militantes en los fogones y la mesa.
Algunos curiosos pueden espetar, fríos y sorprendidos “¿Qué comen esos insulares, tan especiales, ciertamente?”. Vísceras, verduras crudas y verduras frutas, sangre y vísceras, muchos pescados y sienten adoración por el arroz y la lechona asada. Las singularidades territoriales las fija la tradición gracias a las culturas distintas, el clima dispar y los productores a mano.
La cocina privada, comunal, no comercial, guarda así la huella digital, el ADN invisible, sin necesidad de atender a biblias y gurús que se exhiben y adoran. Una cuestión es la cultura popular de la gastronomía social y otra el negocio de egos, magos y estrellas.
Fuente: El País
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